En la sangre
Tantas cosas han pasado. Tanto ha cambiado que finalmente
nada ha cambiado. La tierra es la misma caldera donde se sufre; donde sufre el
agua hirviente, donde sufren los fogoneros con sus brazos y pechos ardiendo,
donde sufren las madres y los hijos.
Los
amigos permanecen en el camino. Algunos han cambiado un poco sus vidas en un
año de ruta; nuevos trabajos, nuevas parejas, la misma incertidumbre. Otros no
se han modificado por fuera; se quedaron en sus ostras puliendo la perla por
dentro sin que nadie lo sepa. O tal vez dormidos. Pero ahí están los amigos.
La tierra
sufre pero la tierra crea.
Curiosamente, luego de tantos milenios aún es un lugar para la creación.
Después
de un año el hombrecito ha vuelto por poco tiempo a una de sus patrias. Ha
venido a trabajar y a darle molde a algo parecido a su vida, que va tomando
forma. Ha vuelto a su ciudad luego de unos meses en el sur del país; en el
desierto donde todo es desierto, donde el viento se lleva algunas palabras y a
veces trae la lluvia.
Fue un
rodaje agotador. Más de veinte personas con las que el hombrecito comió,
durmió, trabajó, discutió y festejó. Caras nuevas, un rol casi nuevo en un
documental con un tema que de alguna manera le era propio: las reacciones de un
pueblo al que vuelve un antiguo habitante a filmar una película. El hombrecito
ha debido registrar esa película dentro de la otra; capturar imágenes que
expresen esa angustia, ese temor y esa liberación que es el cine, y a la vez la
dialéctica relación entre los que se van y luego vuelven y los que desean irse
pero nunca lo hacen.
Algo de
todas estas imágenes estaban ya en la piel del hombrecito. Y ha trabajado
duramente y sin parar. Ha dormido poco y bebido mucho. Y sus alergias han
regresado, pequeña muestra de lo que sucedió al tocar por primera vez esta
tierra, virgen para sus pies.
El
hombrecito vuelve a su ciudad de esta patria y no sabe si habita o visita. Y
fue llegar y empezar los dolores. Algo como un gancho que se abre paso entre su
frente y su cráneo; una especie de pelotón de hormigas que se multiplican en su
cabeza sin pedir permiso.
En su
otra patria, la natal, le han dicho que debe operarse apenas volver. ¿Cuánto
falta? Hay algo de peligro en todo eso; en la operación misma o sin ella su
vista corre peligro.
El
hombrecito permanece en cama unos días; en casa de su amiga se siente bien.
Pero finalmente la ciudad lo invita con el murmullo de sus noches y de sus
barrios, y le dice que solamente tienen tres semanas para saludarse.
El
hombrecito se encuentra de pie en el hall central de un hospital. No hay nadie
a la vista por lo que decide acercarse a una cartelera sin otro motivo que la
curiosidad. Allí, entre medio de notificaciones y propagandas médicas está
colgada una lista con los nombres de los pacientes que tienen hoy turno para el
quirófano. En el último lugar aparece su nombre agregado en lápiz. Se fija en
la columna de habitaciones asignadas y nota que es el único que la tiene.
Habitación ciento veintisiete. El hombrecito resuelto recorre los
pasillos antiguos de piso lustroso blanco y negro, como tablero de damas. Sigue
sin aparecer ningún ser humano. Al llegar a la ciento veintisiete se detiene y
mira curioso el número forjado en bronce.
Abre la
puerta y la cierra tras de sí. Poco a poco, en ese ambiente que le resulta tan
cálido, tan familiar, se va dando cuenta sin sorpresa de que es su antigua
habitación de niño, en la casa donde nació y pasó la segunda etapa en su patria
de origen.
Allí
están las dos camitas, la ventana con cortinas verdes, la alfombra azul, y en
el medio como mirándolo el baúl. Un baúl grande y viejo pero aún entero.
El
hombrecito se acerca y lo abre. Ahí están en el lugar de siempre la locomotora,
los cuadernos de él y de su hermano, el jarro de beber vodka que le regaló la
portera del edificio en otro de los países en que vivió, y el libro de baladas
de su padre. Se pone su bata y sus pantuflas -que también están allí- y se
sienta en la cama a mirar por la ventana. Un cielo casi gris pinchado por las
agujas de una iglesia habla mudo detrás del vidrio.
No sabe
cuánto tiempo después tocan a la puerta y entra un enfermero joven a buscarlo
para hacerle los estudios. Lo conduce a un gabinete lleno de extrañas máquinas
que, pensándolo bien, podrían darle miedo. Allí el enfermero le saca sangre de
una vena que se hincha como queriendo hablar. Un hombre que parece médico,
aunque no tiene bata celeste, está mirando por un monitor blanco y negro e
invita al hombrecito a mirar con él. Ahí en la pantalla se distingue algo
parecido a un círculo que se mueve hacia los costados con un ritmo parejo. De
pronto el círculo se queda quieto y pega un salto hacia arriba, desapareciendo
de la imagen. El hombrecito se asusta un poco, pero en seguida el círculo
reaparece, aunque ya no es un círculo perfecto sino que se va alargando por un
lado.
El hombre
que parece un médico explica que ése es su Glóbulo Rojo y que están observando
su comportamiento. El Glóbulo parece querer hincharse dentro de una masa
acuosa, y al mirarlo fijamente, el hombrecito descubre que realmente se hincha.
La imagen se agranda, el Glóbulo se agranda. Se agranda más y más en el fondo
de ese agua. Es cada vez más nítido y el agua cada vez más transparente: es el
fondo de una pileta de natación.
La imagen
se abre hacia los costados y el hombrecito se encuentra en el borde de la
pileta mirando crecer su Glóbulo. Está en un parque donde parece no haber nadie
más, y el agua está calma. El Glóbulo empieza a variar de forma alcanzando un
tamaño algo más grande que el de una cabeza humana.
El
hombrecito se mete en el agua y agarra su Glóbulo con las dos manos. Sale al
pasto y camina mirándolo. Parece crecer un poco más y luego simplemente se
mueve, como invitándolo a jugar con él. Lo pasa con cuidado de una mano a la
otra y finalmente se atreve a lanzarlo al aire. Sube un poco y baja. Lo lanza
nuevamente, y en el aire una parte del Glóbulo se desprende como una burbuja y
se forma otro.
Con un
Glóbulo en cada mano, el hombrecito ve pasar una mujer con otro en las suyas,
brillando al sol. Lo hace rebotar y se lo pasa a un viejo con bastón que le
arroja el suyo a su vez, un poco más alto.
El
hombrecito está mirándolos con los ojos encendidos cuando algo roza su cabeza.
Es un glóbulo pequeño y dorado. Un niño se lo ha tirado a sus espaldas. El lo
toma soltando uno de los suyos, que sale flotando en otra dirección.
Su amiga
le ceba un mate y enciende un cigarrillo. El hombrecito mira el cielo.
-Todavía
no me hicieron los análisis, pero ahora estoy tranquilo.
Ambos, él
y su amiga saben de la estrella de su destino.
Por varias razones personales este texto me llegó al alma. Me lo imaginé con dibujitos al estilo de los que usa Lasha de Sela en algún video. Me encantó.
ResponderBorrar¡Gracias Viviana! Qué linda imagen... bueno, todo surgió de un sueño, de una imagen.
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